Tengo veinte años y para serte sincero, me gustan los hombres treintones, como el instructor del gimnasio al que asisto tres veces por semana. Es grandote, forzudo y bigotón.
Yo me lo comía con la mirada cada vez que iba y él siempre se me acercaba a ayudarme con los ejercicios, se paraba atrás mío y me enderezaba la espalda apretando mi cuerpo contra el suyo. Yo sentía que se le ponía bien grande y dura y luego cuando me duchaba me masturbaba pensando en él y esperando a ver si se aparecía en mi ducha. Cómo me moría de ganas de que me tirara de alma
Empecé a ir cada vez más tarde al gimnasio, porque de noche ya no va mucha gente. Una noche subí al tercer piso a recoger unas mancuernas y vi por el reflejo que él me siguió. Yo lo esperé ansioso y él vino y me abrazó con fuerza. Me empezó a besar el cuello mientras me apretaba las nalgas con sus manos grandes y fuertes.
Se levantó y cerró la puerta. Se volvió a acercar, me empujó con fuerza al suelo y me quitó en dos movimientos la licra y la camiseta. Yo le cogía sus brazos fuertes y sentía su olor a sudor de macho. Se quitó la camiseta y pude contemplar por primera vez ese cuerpo perfecto.
Mientras le besaba los pezones le bajé el pantalón, le cogí su enorme verga circuncidada con la mano y se la empecé a correr. Le chupé la verga como nunca se la chupé a nadie. Le lamía la cabeza de la verga y le daba pequeños mordisquitos. Recién cuando él ya no aguantaba las ganas me la metí completamente a la boca, era tan grande y gorda que me atoraba pero me llenaba de placer. El tipo empezó a tirar leche de una manera impresionante, me manchó toda la cara.
Descansamos un rato y me pidió que me masturbara enfrente de él. Lo hice mientras me metía un dedo al ano. Fue tan excitante que todavía tuve fuerzas para masturbarme cuando llegué a mi casa.
Desde entonces hemos seguido teniendo sexo, pero ahora como que me evade un poco porque resulta que tiene novia (!).